Mirar por la ventana

noviembre 5, 2015

MiAvatar8-blogEstaba sentado tranquilamente en el sofá escuchando música, y de repente, no sé por qué, tuve el arrebato de levantarme y mirar por la ventana. Eché un rápido vistazo y vi lo de siempre: coches y más coches, y gente yendo de un lado para otro.

Fue al darme la vuelta para regresar al cómodo asiento, cuando, por el rabillo del ojo, vi algo que llamó mi atención. Un fugaz destello, pero lo suficientemente fuerte para hacer que me girara.

Miré de nuevo por la ventana y, ¡oh, sorpresa!, no vi nada. Y cuando digo nada, quiero decir absolutamente nada. Ante mí se extendía, por decirlo de alguna manera, una infinita… no sé cómo explicarlo, diré masa de luz homogénea, que inmediatamente me hizo pensar que me había quedado ciego.

En estado de gran confusión por el enorme shock sufrido y con la sangre golpeando a un ritmo frenético en mis sienes, volví la vista al interior de la habitación. Solté un buen bufido, de satisfacción esta vez, al comprobar que mi visión era perfecta… bueno, perfecta, lo que se dice perfecta, no ha sido nunca, pero se me entiende, ¿no? Sin embargo, había algo extraño, tuve la sensación de que no estaba solo.

Al principio, no supe discernir qué era, y ya un poco más tranquilo, recorrí la habitación fijándome bien en cada rincón, mirando debajo de cada mueble… Nada, pero la sensación persistía. Y de pronto, lo vi: una luz, por decirlo de alguna manera, pues era como como una plancha metálica de unos dos centímetros de alto, aunque etérea, o algo así, y de la anchura de la puerta, se colaba a ras de suelo atravesándola y avanzando hacia mí.

Me quedé petrificado mirando cómo se me acercaba, pero, en el estado medio catatónico que me encontraba, era incapaz de mover un solo músculo. Vi cómo se elevaba y cambiaba de forma transformándose en una especie de boca de sonrisa burlona. Intenté cerrar los ojos, pues no quería verla, pero mis párpados no respondieron.

Ha llegado mi hora, pensé con estoica resignación, y esperé el fatal desenlace. Hice un enorme esfuerzo y conseguí por fin cerrar los ojos y dar un paso atrás.

¡Zas! Sentí el fuerte golpe en la mejilla y me percaté de que estaba con la cabeza en el suelo y medio cuerpo en el sofá, a la vez que una voz decía: ¡Pero hombre de dios! ¿Cuantas veces te he dicho que no te duermas en el sofá? Acabas siempre en el suelo, y un día te vas a hacer daño de verdad.

PD. Luce el sol en MurciaRisa

De vuelta a la vida virtual

octubre 17, 2015

La última vez que escribí en este blog fue hace más de cinco años, ¡cómo pasa el tiempo! Pero ya que he renovado y reeditado todo… bueno, casi todo el material que tenía en bits por ahí, ¿por qué no hacerlo también con el blog? Así que pensado y hecho; aquí estoy de nuevo.

En todo este tiempo que no he aparecido por aquí, me ha dado tiempo a hacer muchas cosas: escribir un libro, bueno, en realidad, cuatro; los que componen la saga de Las sombras de Novala, hacer unas cuantas guías para video juegos —a pesar de mi mucha edad, me gusta jugar; lo hago desde que tenía un Amiga (ordenador)— y alguna actividad más, sobre todo leer.

Me ha comentado un amigo que ha leido alguno de los relatos breves que escribo, que los suba a un blog. Quizá lo haga, será la manera de que me anime a publicar algo cada semana.

Hasta entonces, saludos a cualquier despistado que pase por aquí y lea esto.

Tony Payán.

Me he despertado esta mañana y me he dado cuenta que se nos acaba otro año y, no sé por qué, me he puesto a pensar en comida. Posiblemente, porque en estas fechas (La Navidad, las reuniones familiares) es en una de las cosas en las que más pensamos, como si el resto del año tuviéramos que estar a dieta de las cosas ricas que nos apetecen… o tal vez, simplemente porque tenía hambre. Así que voy a aprovechar la coyuntura para dejar una «sesuda» reflexión sobre un tema que siempre me ha intrigado y del que normalmente no se discute. O, al menos, yo no me entero.

Hablamos siempre de los grandes descubrimientos del hombre en su devenir desde la edad de piedra: la agricultura, la rueda, la aleación de metales, el arco de medio punto, etc., etc., hasta hoy en día con los avances tecnológicos y la informática. Pero nunca, o casi nunca, veo y leo en lugares destacados nada sobre el mayor y más importante invento del hombre: la cocina (el arte de cocinar).

A ver, entiendo que los cerebros como Einstein, después de muchos estudios y pruebas, lleguen a conclusiones formidables y que todo el mundo reconozca su grandeza. Pero me apena que queden en el anonimato cerebros que han influido en nuestras vidas mucho más de lo que ningún científico lo hizo jamás. Porque hay que ser un fenómeno para darse cuenta de que exprimiendo una aceituna conseguimos un líquido que calentado nos sirve para freír carne, huevos, etc.; o que moliendo la cebada, y tras un complicado proceso, podemos conseguir cerveza; o que exprimiendo la uva y dejando fermentar el mosto conseguiremos el «elixir por antonomasia»; o que ordeñando la cabra y tratando el producto conseguiremos un manjar como el queso.

Podría seguir todo el día y me faltarían horas para enumerar la cantidad de «descubrimientos culinarios», pero creo que con la muestra basta. Más, teniendo en cuenta que todos ellos se remontan a los albores de la historia y que, curiosamente, hoy en día se sigue el mismo proceso para su producción (no se ha descubierto otro mejor) , aplicando, eso si, una tecnología que nos facilita el control, pero básicamente el proceso es el mismo. ¡Grandes hombres aquellos!

Así que, por favor, hagan un homenaje, aunque sea pequeño, a esos desconocidos que nos han procurado tantos momentos de satisfacción. Brindo por ellos.

Feliz Navidad y que Ustedes lo coman y beban bien.

Despertares

junio 9, 2009

Suena el despertador: las 08:30. Lo maldigo y me lo imagino desintegrándose y esparciendo sus pequeños pedacitos por todo el universo. Salto de la cama (es un decir), entro en el cuarto de baño, me resbalo en la bañera y casi me mato. El agua sale ardiendo y no acierto con la mezcla de agua fría hasta pasado un buen rato, para entonces parezco un cangrejito cocido. Acabo de ducharme, me seco y me peino viéndome en el espejo a través de una tupida nube de vapor. Vuelvo al dormitorio y  me visto. En la cocina me preparo un café, lo pruebo, me abraso la lengua. Le pongo leche fría, se me va la mano. Vuelvo a probarlo, está helado. Lo tiro a la pila del fregadero. Recojo el portafolios y salgo de casa. Miro la hora: las 09:15. Maldigo otra vez, voy a perder el autobús. Acelero el paso, suerte que no hay mucha gente por la calle, dato que mi embotado cerebro no procesa correctamente. Por fin llego a la parada del autobús y me sorprendo al ver tan poco personal esperando el mismo. Le comento a una chica que está cerca de mi que hoy no pasaremos agobios para llegar al trabajo. Frunce el ceño, me mira con cara de no entender nada y responde: «Joder, macho, como no va a haber parados si algunos trabajáis hasta los domingos». Intento decir algo, pero el único sonido que consigo articular es algo así como un ahogado «Ohh». Procuro disimular, mientras interiormente me llamo de todo. Me tanteo los bolsillos, pongo cara de fastidio y con un hilo de voz, más para mi que para ella, farfullo que se me han olvidado las llaves de casa. Doy media vuelta e intentando que mi paso sea lo suficientemente firme como para no dar mucha pena, desando el camino a casa.

No vuelvo a beber un sábado por la noche.

Misterios caseros

abril 23, 2009

Tengo la certeza de que vivimos en un mundo del que no entendemos absolutamente nada. Inventamos, o eso creemos, cantidad de artilugios que aparentemente nos ayudan a hacer la vida más fácil  (eso cuando no dedicamos todo nuestro ingenio ¿? a fabricar armas cada vez más potentes y sofisticadas). Qué ilusos.
Las casas, poco a poco, se están convirtiendo en refugio de decenas de aparatos que funcionan con energía eléctrica. Es decir, su sistema vital es el mismo, por lo que puede considerarse que pertenecen a la misma especie. Una especie que estamos haciendo evolucionar cada vez más: ordenadores que hacen multitud de tareas, frigoríficos inteligentes, placas de cocina autolimpiables, hornos que cocinan solos, etc. ¿No será que empiezan a tener vida propia? Si no, como explicar algunos sucesos.
Hay en casa una lavadora normal (comprada en una tienda normal y pagada, como ya es norma, mediante una operación electrónica con una tarjeta de banda magnética), o eso creía yo. Me explicaré:
Un par de veces a la semana abro la puerta de la lavadora, introduzco en el tambor la ropa que quiero lavar, la cierro y selecciono el programa adecuado. Hasta aquí sin problemas. Pulso el botón «start» (manía de poner todo en inglés, como si el castellano careciera de las palabras correspondientes) y comienza lo que se llama «ciclo de lavado». También normal. Acaba el ciclo mencionado y empieza «el centrifugado». Cuando acaba éste y la máquina parece que reposa en tranquila paz, vuelvo a abrir el tambor y comienzo a sacar la ropa previamente introducida hasta llegar a los calcetines. Y aquí empiezan los problemas: Si he puesto tres pares, es decir seis calcetines, encuentro cinco. Si he puesto ocho, encuentro siete. Siempre hay un par que se queda en la mitad. ¿Por qué?. No lo sé y por más que se lo pregunto a la lavadora, obtengo la callada por respuesta.
Modestamente creo que los hechos ocurren durante el «centrifugado». Puede que se cree una especie de vórtice que se cobra, a modo de sacrificio o peaje, un calcetín por lavado, enviándolo, a través de sabe dios que extrañas dimensiones, a la morada de los calcetines centrifugados (¿serán más felices allí?). Pero me intriga una cosa: ¿por qué sólo se lleva calcetines?. Por qué no pantalones, o sábanas, o camisetas, o calzoncillos. No, siempre calcetines. Lo que me lleva a pensar que debe de existir una relación entre el centrifugado y los calcetines. Pero, ¿cual es la relación?, dónde está y en qué consiste. No lo he averiguado aun y como intuyo que no seré capaz de resolver el problema por mi mismo, a no ser que se me presente en sueños uno de los desaparecidos y me lo explique (cosa no descartable), he enviado al ITM (Instituto Tecnológico de Massachussets), que allí son muy listos, un «correo electrónico» en el que les explico el caso y les ruego encarecidamente que traten de buscarle una solución. Les he indicado, para que no haya errores, la marca y modelo de mi lavadora y me he puesto a su disposición, por si fuera menester, incluso para enviarles la mía propia.
Espero, y ruego por ello, que el mal no se contagie, porque imagínense ustedes al frigorífico tragándose mis yogures, o al horno quedándose con el muslo del pollo (que es lo que más me gusta), al microondas pulverizando cualquier cosa que pongas dentro, o a la televisión repitiendo constantemente conciertos de Alaska y Los Pegamoides (¡horror!). No quiero ni pensarlo.
Que tengan un buen día.

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Erase una vez que se era…….. tranlará, larí, loró.

Que en el bosque oscuro y sombrío de Woking, en la nublada Albión, habitaba un señor feudal cuyo nombre: Ron El Terrible, era temido y odiado hasta por alguno de sus vasallos.

Llevaba el hombre ocho años sin llevarse una conquista a la boca, cuando se le ocurrió, después de mucho pensarlo pues a él nunca le gustaron «los latinos» por haraganes y despreocupados, según palabras propias, que si se aliaba con un caballero español llamado Fernando y apellidado Alonso, quizás tendría la oportunidad de recuperar la vieja gloria. Dicho y hecho, la alianza se cerró y llegó el tiempo de las batallas. Mas cuando todos pensaban que el general que comandaría los ejércitos que habían de ser vencedores fuera el caballero español, a Ron El Terrible no se le ocurrió mejor idea que darle aquellos buenos ejércitos que el español había entrenado y pertrechado, a un advenedizo inglés de nombre Lewis y de apellido Hamilton. Tras las primeras escaramuzas y, quizás, para equilibrar la lucha con su archienemigo, el noble italiano Ferrari, repartió el mando entre el ilustre Fernando y el advenedizo Lewis. Así Fernando ganó alguna batalla (con enfado del novel) en la tierra de otro de sus enemigos: el conde de Renault. Henchido por estos triunfos y azuzado por los clanes y voceros ingleses, el pérfido Ron creyó (mal ojo el suyo) que podía ganar la guerra. Prescindió entonces de la sabiduría y experiencia del español para confiar sus tropas de élite al novel inglés, al que Ron había criado desde niño.

Se sucedieron unos cuantos éxitos hasta que el español, harto de ser perjudicado por las insidias del inglés, decidió dejar de entrenar las tropas. Entonces el pérfido Ron culpó a Fernando de traer la desgracia a su castillo acusándolo de ser el causante de que hubieran cogido a sus espías en tierras italianas. Pero en su soberbia no entendía que el doble error era suyo. 1) Mandar espías 2) Mandar a malos espías que se dejaron cazar.

Desde ese momento las tropas de élite del inglés, con grandes dosis de fortuna, empezaron a dar una de cal y otra de arena. Pero aun así, Ron siguió mandando los mejores pertrechos al ejército dirigido por el novato en detrimento del ejército del español.

Y llegó la hora de la batalla definitiva. Los italianos trabajando como un solo hombre se aprestaron a la batalla con las tropas bien armadas y la intendencia bien dispuesta. Los ingleses, por el contrario, con las tropas divididas y desequilibradas y con la intendencia mal dispuesta. La primera escaramuza resultó desigual, pues la élite del inglés, mal dirigida, acabó deshecha en la tierra y sólo la contundente actuación del general español salvó las posibilidades de ganar la guerra. Sin embargo, la soberbia llevó al maquiavélico Ron a encarar la última y definitiva escaramuza con la misma táctica errónea. El advenedizo no supo conducir sus tropas a la victoria y a pesar de que el caballero español luchó magníficamente y se batió como un honorable paladín, no pudo llegar a tiempo al rescate pues su caballería estaba agotada y mal armada.

El pérfido Ron, derrotado, desarmado y vilipendiado, aun intentó, aduciendo ayudas mágicas de otros contendientes, que anularan la victoria del señor de Ferrari. Pero esta vez nadie le creyó.

Moraleja: Más vale bueno conocido que malo y desconocido.

Descansa en paz Ron, te mandaría un buen «Ribera del Duero» para que ahogaras tus penas, pero sería desperdiciar un buen caldo en un mal buche. Además, esta temporada se llevará el «chianti«.

Ciao.

Mi perra y yo

octubre 20, 2007

Andaba yo anoche liado intentando subir (¿por qué «subir». Debería ser «enviar») mi página web al servidor – ardua tarea, por otro lado, si no lo haces por medio del programa que el «casero» pone a tu disposición -, cuando mi perra, que es muy lista, empezó a refunfuñar. Normalmente cada vez que me siento delante del ordenador se mosquea y protesta, porque sabe que pueden dar «los quiries» y yo sin levantar mis posaderas del asiento. Y claro…, su paseo se va al traste. Pero esta vez me pareció que lo hacía de una manera un tanto irónica, como si se riera de mi. No le di importancia y continué con el galimatías del FTP y demás. Sin embargo, al cabo de un rato me percaté de que no sólo hacía extraños ruidos, sino que además movía su hermosa cola bruscamente en círculos. Esto me extrañó, pues ella se cuida muy mucho de no estropear el magnífico orden del pelo de la misma. Le reconvine su actitud, pues no es de perras bien educadas comportarse así. Pareció surtir efecto durante un momento, pero enseguida volvió a las andadas y ahora, asombrado, vi como no sólo hacía ruidos y movía la cola. También movía la cabeza, se contorsionaba y, de vez en cuando, rodaba sobre si misma. Me volví hacia ella y la miré con cara de presidente del gobierno en medio del debate sobre el estado de la nación. Ni caso. Alarmado, me levanté y fui en busca de las páginas amarillas con la intención de encontrar el teléfono de una clínica veterinaria (qué iluso, mira que querer encontrar algo en esas páginas). Desesperado, y antes de que mi sistema nervioso saltara por los aires, me encaré con ella seriamente, pero, eso si, con cariño (le rogué, le imploré y le ofrecí el oro y el moro). Por un momento pareció calmarse, y ya más tranquilo me dirigí a la mesa del ordenador con la intención de sentarme y seguir con mi batalla contra los FTP, puertos, servidores, contraseñas, etc., cuando, adelantándose a mi y de un salto, se encaramó encima del asiento y puso una pata encima del teclado del ordenador. Intenté detenerla con una estirada al más puro estilo Casillas, pero lo único que conseguí fue darme de narices, mejor dicho, de frente con el filo de la mesa (dos puntos de sutura y un dolor de cabeza tamaño XXL) y ver con la visión un poco nublada por el golpe como se abría una ventana en la pantalla del ordenador que decía: «Sus archivos se han cargado correctamente». Me froté los ojos intentando aclararme la vista y me cercioré de que el mensaje estaba allí. Me rendí a la evidencia. Había conseguido en un segundo lo que yo llevaba horas intentando. Me miró con ojos chispeantes y yo bajé la cabeza avergonzado. Le prometí que desde ese momento compartiríamos el ordenador. Y así lo hemos hecho. Es más, creo que esto que estás leyendo lo ha escrito ella.

Buenas noches, o días

Idas y Venidas

septiembre 12, 2007

Me decía un amigo hace unos días que tiene un problema tremendo con su lavadora. Cada vez que pone calcetines en ella para lavarlos, sabe los que pone, pero no los que va a sacar. Vamos, que siempre le desaparece alguno. Lo consolé diciéndole que, por lo visto, eso le pasa a muchísima gente, pero que como ya se ha convertido en algo «casi normal», nadie le da mucha importancia. Al hilo de esto, que quieras o no, me intrigó, me puse a cavilar, no en las cosas que desaparecen, sino en las que aparecen así por las buenas. Y al cabo de un rato de estar dándole vueltas al asunto, llegué a una conclusión: tiene que haber, por narices, una relación entre lo que desaparece en un sitio y lo que aparece en otro.

No sé si es en mi lavadora en la que aparecen los calcetines que se le pierden a mi amigo. Pero, a veces pongo cuatro pares y cuando los saco siguen siendo ocho calcetines, pero hay una pareja que no casa, lo que quiere decir que uno de los míos se ha ido y, a la vez, ha venido otro desde otra lavadora. Pongo éste ejemplo simplemente porque hablábamos de calcetines, pero hay muchos más. Veamos: te pones a buscar en un cajón algo que necesitas en ese momento y que estás completamente seguro que has dejado allí. Bueno, pues lo que buscas no está. Pero, por el contrario, empiezas a encontrar cosas de las que no tenías ni siquiera idea que existieran y, mucho menos, que te pertenecieran. Sigues buscando lo que necesitas en otros cajones, gavetas, armarios, etc. Y al final, rendido y harto, pasas olímpicamente de aquello que buscabas, miras el montón que has hecho con todo lo que has encontrado, comienzas a curiosear y de pronto te das cuenta de que te lo pasas pipa descubriendo cosas que no sabías que tenías, de las cuales, algunas, son incluso interesantes o muy interesantes.

Ahora bien, piensa…y …¡Joder! alguien, en algún otro lugar, estará pasándoselo muy bien al hallar eso que tu, o quien sabe cuantos más, andabais buscando.

Salud.